El artista que tenía hambre
- por Daniel F. Poot Fuentes -
Jeremías Salvador Ray Extraordinary era un pintor, poeta, músico, fotógrafo, filósofo y actor (O al menos siempre eso solía decir). Incluso, cuando le preguntaban a qué se dedica, terminaba diciendo, con un tono soberbio: “y también bailo un poco de jazz y contemporáneo”. Claro, luego de haber citado toda su magnífica supuesta virtud. Mantenía su cara alegre, juntaba las manos, entre cerraba los ojos y sonreía como maniático esperando que alguien le creara más preguntas o alzaran las cejas asombrados. Jeremías era un joven corpulento, guapo para la sociedad media alta a la que pertenecía y tenía un tono de voz plausible, fino y agudo como esos tipos que miran al piso, se toman su tiempo para hablar y al final terminan arrojando una sonrisa ladeando la cabeza.
Jeremías era un tipejo muy querido entre sus colegas y en los institutos a los que entraba; no porque su trabajo fuera excepcional, si no, porque sabía cómo entrometerse con las personas, sabía actuar o fingir en el círculo con el que se encontrara. Hasta su forma de vestir era estrafalaria; vestía con pantalones encampanados color azul o negro, usaba camisas de cuadros, suéter de esos que encuentras en las tiendas de moda con algún nombre Europeo o Americano, usaba zapatos o Convers, tenía el cabello rizado largo, a veces, usaba un sombrero y lentes, también en la oreja izquierda prendía un arete de pluma, como si tuviera una paloma colgando de la oreja. En el labio traía un piercing morado y en el cuello, le colgaba un collar de plata. Era todo un símbolo. En su Red social (Facebook) sus fotos de perfil alcanzaban los doscientos “me gusta” solía poner estados casuales, una frase que pareciera capciosa, unas cuantas palabras que sonaran bien, alguna cita de cualquier persona histórico/artista, una opinión acerca de los nuevos conflictos sociales del país o alguna oración que informara que está en un evento, que algo le pareció maravilloso o que se encontraba con sus amigos de toda la vida. |
Publicaba canciones una y otra vez en español, francés, inglés, sueco, irlandés, italiano, japonés, de éste género o del otro, de esta banda o de la otra, de este tipo o del otro. Todo un personaje. Jeremías cargaba la cámara esotérica que sus padres le habían regalado como obsequio de su cumpleaños, cargaba en su morralito de colores psicodélicos un libro ya sea de Neruda, Lovecraft, Benedetti, Cortázar o cuando se encontraba muy incomprendido uno de Nietzsche. En su Ipod escuchaba a Pink Floyd, Yann Tiersen, Soda stereo, Tchaikovsky, Café Tacvba, Vivaldi, Beethoven, Música grecorromana y más música de esas que parece que no existen. También cargaba dos libretas; en una hacía sus dibujos, le ponía un nombre imposible y le encantaba hacer desnudos, manejaba los tonos en blanco y negro y cuando se trataba de colorear agotaba todo el círculo cromático según al Goeth. “Tú lo hiciste” “¡Uahw! Qué bonito ¿Me lo regalas?” “Está chingón, wey” “Esto siento ahora, esto tengo en mi cabeza” terminaba diciendo él. En la otra, traía sus manos escritos de poemas al estilo Sabines, si ya de por sí en la escritura es cosa de matarse para poder alcanzar una voz. Él vacilaba con temas de Sexo, amor y muerte, claro que gran parte de la literatura se basa de eso. Regalaba un poema de vez en cuando. Este año Salvador todavía comenzó a escribir y leer un poco más, al meterse a un taller literario, comenzó a descubrir acerca de otros escritores y cuando al llegar a casa, como si se le acordara que estudia un poco de literatura, comenzaba a llenar su Facebook de todos esos versos “cautivadores” o “profundos del alma” “¿Es tuyo?” Le preguntaban desde el chat “No pendejo, es un verso de Rimbaud”.
Entre sus charlas de “Artistas” tenía algo que decir de forma extravagante; hablaba del largometraje de Buñuel, de Tarantino, que le gustaba la película “El artista”, Stanley Kubrick y su naranja mecánica es una obra sublime, que Cuarón debería merecer un Oscar, Björk es totalmente cautivadora como actriz. También uno de sus temas favoritos era la destrucción del país, los conflictos sociales, que Peña nieto es un imbécil, “Y estuvo bien densa la protesta del ciento treinta y dos, wey”, “La reforma nos va a dar en la madre, Peña nos está vendiendo como Mexicanos, no mames”, todos esos asuntos revoltosos de política incognoscibles, “Es que México necesita esto y lo otro y también esto, más gente como aquello y nosotros…” “Porque así, todos somos críticos y vamos a cambiar al país ¿o no?” Horas, horas y horas...
Cuando los despiadados días pasaban, Jeremías iba modificando y volviéndose más excéntrico, fue a un Tattoo para costurarse un ojo dentro de una pirámide con alas, se lo tatuó en el pecho. Al llegar a su casa y se tiraba en su cuarto, se envolvía entre las sábanas a escuchar música extraterrestre, el tejado de su cuarto vestido con adornos del espacio se sacudía entre la oscuridad, tomaba su pipa y fumaba Marihuana, según él para relajarse y si era posible (y es que casi nunca pasaba) crear algo, lo que fuera. Su cuarto estaba en el segundo piso de su casa, era una habitación pintada de negro, estuvo lidiando con sus padres para que puedan dejarle este lujo. Poseía sus colecciones de películas, discos de música, los libros en la mesa junto a la laptop, conservaba boletos de camión pegados a la pared y dibujos pintados en la puerta. Cuadros de pintores como Dalí, Goya, o Botero. “El arte como show” pensaba con los ojos hinchados y rojizos como sapo venenoso de los bosques escondidos. En los rincones tenía su guitarra marca Ibañez y un teclado Yamaha. Las partituras manchadas de café tiradas bajo la silla. El cuarto de todo un joven artista empeñado o creyéndose en su trabajo. Al visitar su habitación cualquier amigo o mujer (ya sea la circunstancia) le mencionaban algo que para él era un cumplido de los más digno, llamarlo loco, extraño, tímido, incomprendido, artista, soñador, raro, y todos los nombres que le llamasen lo cubrían de orgullo y elogio. Jeremías defendía a pulmón a los artistas pasados, ya sea renacentistas, románticos, Barrocos e incluso modernos. Traía un desdén hacia el arte posmoderno y coronaba como frase nobel lo que sus maestros decían como si fuera la verdad absoluta. Ya que Jeremías había crecido en gran parte en institutos o escuelas y una vez que alcanzó la adolescencia se propuso a continuar su camino solo, por sí mismo, como independista revolucionario. Salvador iba creciendo, su popularidad aumentaba, odiado en algunos sitios y querido entre sus colegas.
Jeremías sabía que poco a poco se iba arrastrando hasta el borde del fracaso y ahora sí, de la locura. Pero no era una locura como la que atormentaba a Van Gogh o a Kant, no, era una locura desesperante, una locura ilícita, de aquellas que van atormentando a los hombres poco a poco y se mete entre sus entrañas matándolos como un virus. Jeremías ponía todos sus esfuerzos sobre aquellas artes que decía dominar, pero, en el trabajo profesional, todo le resultaba ineficaz. Le parecía insuficiente, se maldecía por las largas horas en los institutos, por todos los shows que presentó y todas las adoraciones que pronunciaban su nombre, sus trabajos eran destruidos, arrebatados y rotos. En el mundo del arte profesional se acurrucaba en los tubos metálicos de las escaleras a llorar y golpearse hasta que cansado, decidiera irse a casa a dormir. Una vigilia lamentable, oscura, entre cigarros, marihuana y latas de cerveza, Jeremías se hacía una pausa y reflexionaba al respecto. No hallaba respuesta. Se hundía en las sombras como los barcos muertos de alta mar. Lo iban despellejando y él salía aullando como perro con la pata quebrada. Sus trabajos tan plausibles se iban arrugando bajo polvo y humedad de aquellos meses en los que tenía guardado como últimos recursos. Pero esos últimos recursos fueron alargándose, fueron creciendo hasta que Jeremías, no mostró ni luchó por un lugar entre los grandes. No fue Picasso, tampoco Pasolini, no llegó a ser Wangner, mucho menos Camus, no lo quemaron por reinventar el arte, por ejecutarlo de manera trascendental, nadie lo mató por conformar una amenaza intelectual para su tiempo, ni se pegó un tiro digno a la Hemingway.
Jeremías murió porque fue consumido por sí mismo. No pudo soportar el arduo peso del sacrificio. No pudo desenvolverse. El dinero, la belleza, la popularidad no le abrirían las puertas con los que se ahogaron en su propio vomito. Ser uno más es el peso de todos. Aquello terminó por matar a Jeremías. Una tarde de invierno se bebió un frasco de ácido muriático que había tomado del baño. Lo tomó lento, provocándose en el transcurso, vació el frasco, el residuo de color amarillo se balanceaba en el fondo.
Escribió una nota que decía lo siguiente: “La injusticia de creer y ser…” Quizá fue la cosa más interesante que haya escrito. Esa misma tarde, Jeremías se acostó luego de haber fumado Marihuana. Escuchaba Comfortably Numb de Pink Floyd. Sus párpados fueron descendiendo lento, el ardor de su estómago lo acunaba. Suave el movimiento de los planetas del cielo raso. Jeremías fue pensando toda la noche en su trabajo, en el arte, en sí mismo. Pensó toda la noche hasta quedarse dormido, las respuestas no se encontraban en los ojos abiertos. Jeremías ya no despertó. Lo que había hecho quedó ahí, quieto, envejeciendo con el mundo que ya no lo tenía a él. Sus risas, sus muecas, su voz y sus pasos fueron desvanecidos. Inerte es el tiempo que transcurre y llega a todos, como también la muerte, como también la desgracia de sentirse inútil.
Entre sus charlas de “Artistas” tenía algo que decir de forma extravagante; hablaba del largometraje de Buñuel, de Tarantino, que le gustaba la película “El artista”, Stanley Kubrick y su naranja mecánica es una obra sublime, que Cuarón debería merecer un Oscar, Björk es totalmente cautivadora como actriz. También uno de sus temas favoritos era la destrucción del país, los conflictos sociales, que Peña nieto es un imbécil, “Y estuvo bien densa la protesta del ciento treinta y dos, wey”, “La reforma nos va a dar en la madre, Peña nos está vendiendo como Mexicanos, no mames”, todos esos asuntos revoltosos de política incognoscibles, “Es que México necesita esto y lo otro y también esto, más gente como aquello y nosotros…” “Porque así, todos somos críticos y vamos a cambiar al país ¿o no?” Horas, horas y horas...
Cuando los despiadados días pasaban, Jeremías iba modificando y volviéndose más excéntrico, fue a un Tattoo para costurarse un ojo dentro de una pirámide con alas, se lo tatuó en el pecho. Al llegar a su casa y se tiraba en su cuarto, se envolvía entre las sábanas a escuchar música extraterrestre, el tejado de su cuarto vestido con adornos del espacio se sacudía entre la oscuridad, tomaba su pipa y fumaba Marihuana, según él para relajarse y si era posible (y es que casi nunca pasaba) crear algo, lo que fuera. Su cuarto estaba en el segundo piso de su casa, era una habitación pintada de negro, estuvo lidiando con sus padres para que puedan dejarle este lujo. Poseía sus colecciones de películas, discos de música, los libros en la mesa junto a la laptop, conservaba boletos de camión pegados a la pared y dibujos pintados en la puerta. Cuadros de pintores como Dalí, Goya, o Botero. “El arte como show” pensaba con los ojos hinchados y rojizos como sapo venenoso de los bosques escondidos. En los rincones tenía su guitarra marca Ibañez y un teclado Yamaha. Las partituras manchadas de café tiradas bajo la silla. El cuarto de todo un joven artista empeñado o creyéndose en su trabajo. Al visitar su habitación cualquier amigo o mujer (ya sea la circunstancia) le mencionaban algo que para él era un cumplido de los más digno, llamarlo loco, extraño, tímido, incomprendido, artista, soñador, raro, y todos los nombres que le llamasen lo cubrían de orgullo y elogio. Jeremías defendía a pulmón a los artistas pasados, ya sea renacentistas, románticos, Barrocos e incluso modernos. Traía un desdén hacia el arte posmoderno y coronaba como frase nobel lo que sus maestros decían como si fuera la verdad absoluta. Ya que Jeremías había crecido en gran parte en institutos o escuelas y una vez que alcanzó la adolescencia se propuso a continuar su camino solo, por sí mismo, como independista revolucionario. Salvador iba creciendo, su popularidad aumentaba, odiado en algunos sitios y querido entre sus colegas.
Jeremías sabía que poco a poco se iba arrastrando hasta el borde del fracaso y ahora sí, de la locura. Pero no era una locura como la que atormentaba a Van Gogh o a Kant, no, era una locura desesperante, una locura ilícita, de aquellas que van atormentando a los hombres poco a poco y se mete entre sus entrañas matándolos como un virus. Jeremías ponía todos sus esfuerzos sobre aquellas artes que decía dominar, pero, en el trabajo profesional, todo le resultaba ineficaz. Le parecía insuficiente, se maldecía por las largas horas en los institutos, por todos los shows que presentó y todas las adoraciones que pronunciaban su nombre, sus trabajos eran destruidos, arrebatados y rotos. En el mundo del arte profesional se acurrucaba en los tubos metálicos de las escaleras a llorar y golpearse hasta que cansado, decidiera irse a casa a dormir. Una vigilia lamentable, oscura, entre cigarros, marihuana y latas de cerveza, Jeremías se hacía una pausa y reflexionaba al respecto. No hallaba respuesta. Se hundía en las sombras como los barcos muertos de alta mar. Lo iban despellejando y él salía aullando como perro con la pata quebrada. Sus trabajos tan plausibles se iban arrugando bajo polvo y humedad de aquellos meses en los que tenía guardado como últimos recursos. Pero esos últimos recursos fueron alargándose, fueron creciendo hasta que Jeremías, no mostró ni luchó por un lugar entre los grandes. No fue Picasso, tampoco Pasolini, no llegó a ser Wangner, mucho menos Camus, no lo quemaron por reinventar el arte, por ejecutarlo de manera trascendental, nadie lo mató por conformar una amenaza intelectual para su tiempo, ni se pegó un tiro digno a la Hemingway.
Jeremías murió porque fue consumido por sí mismo. No pudo soportar el arduo peso del sacrificio. No pudo desenvolverse. El dinero, la belleza, la popularidad no le abrirían las puertas con los que se ahogaron en su propio vomito. Ser uno más es el peso de todos. Aquello terminó por matar a Jeremías. Una tarde de invierno se bebió un frasco de ácido muriático que había tomado del baño. Lo tomó lento, provocándose en el transcurso, vació el frasco, el residuo de color amarillo se balanceaba en el fondo.
Escribió una nota que decía lo siguiente: “La injusticia de creer y ser…” Quizá fue la cosa más interesante que haya escrito. Esa misma tarde, Jeremías se acostó luego de haber fumado Marihuana. Escuchaba Comfortably Numb de Pink Floyd. Sus párpados fueron descendiendo lento, el ardor de su estómago lo acunaba. Suave el movimiento de los planetas del cielo raso. Jeremías fue pensando toda la noche en su trabajo, en el arte, en sí mismo. Pensó toda la noche hasta quedarse dormido, las respuestas no se encontraban en los ojos abiertos. Jeremías ya no despertó. Lo que había hecho quedó ahí, quieto, envejeciendo con el mundo que ya no lo tenía a él. Sus risas, sus muecas, su voz y sus pasos fueron desvanecidos. Inerte es el tiempo que transcurre y llega a todos, como también la muerte, como también la desgracia de sentirse inútil.